martes, 28 de septiembre de 2010

Calle dura


Me pregunto qué sentirá al cantar, mientras trata de no caerse cuando el carro está en marcha y frena inesperadamente para no estrellarse contra otro. Presumo que tiene unos 7 años y creo que es muy poco el tiempo que tiene para lo que ha vivido.


Tengo miles de preguntas por hacerle, pero sólo me limito a mirarlo mientras sostengo un libro entre las manos fingiendo leerlo. No sabe que ha robado mi atención. Él en cambio, no la presta. Centra su mirada en todos y en las calles que pasan frente a él a través de las ventanas.


Cuánto vida llevará entre el ruido ensordecedor de los vehículos, lidiando con la gente para que lo dejen subir, cómo serán sus noches por esas calles. Su madre está al lado suyo, no tan cerca para que los pasajeros puedan verlos a ambos, pero no tan lejos, para que no se pierdan de vista. Ella también canta, con mayor fuerza en la voz, pero el menor es quien sabe expresar mejor las alabanzas que soltaron aquella mañana, cuando yo miraba la hora y me decía que en ese momento, un chico como él debería estar recibiendo clases en algún colegio.


No sé si conoce su propia historia, o si es conciente de la ayuda que da y que necesita. Puedo ver que le gusta lo que hace, no está cantando a la nada o distraído con algún objeto. Sus ojos están por todos lados, atento a los movimientos, a los míos no, porque me da le espalda y aunque no dejo de mirarlo, no se da cuenta de eso. Se vuelve porque pierde el equilibrio y, seguro cree, que me hundí en la historia de mi libro.


Me pregunto qué número de carro será el que pisó mientras estaba yo y a cuántos más le faltará subir. Vende lo que tiene para vender, lo hace bien. Bajan y se pierden entre la congestionada Abancay.

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