jueves, 6 de noviembre de 2008

A RENZO Y JONATHAN

Me entretenía mirándolo cuando el semáforo marcaba rojo. Era interesante ver cómo es que mojaba la luna donde baila el parabrisas. Era llamativo el procedimiento meticuloso con el que actuaba: agua con shampú, juran ellos que es. Su botella plástica con agujero en la tapa rosca para que vaya directo al vidrio. En la mano derecha un secador de jebe para culminar con la limpieza al paso. Era inevitable pasar por alto la manera ordenada con que secaba perfectamente la delantera luna. Limpiaba muy bien, aunque él no permanecía igual.

¡Verde!, y Renzo se aparta sobre la vereda a contar los céntimos que tienen en su mano derecha. Su mirada es casi nula, camina despacio, no se apresura a pesar de que los carros pasan muy cerca a él, y no se espanta. Solo espera el cambio de luz para poner en marcha su labor pésimamente remunerada.

Rojo, todos se detienen, menos Renzo, que con premura y casi suplicando, se acerca a limpiarte el carro. Las lunas se bajan, las bajan, ¿pero que pasa? Un movimiento de cabeza, de izquierda a derecha se proyecta al verlo. Se han puesto de acuerdo. Un paso más, una luna más que se cierra. Es verde nuevamente y la vereda sostiene dos cuerpos, hay cuatro piernas y dos manos contando el sencillo duramente hallado. Es Jonathan, de 18 años, que también posee los mismos implementos entre sus manos. Se acerca a descansar mientras los minutos verdes los permitan.

Sus miradas escapan, tienen tiempo de soñar estando de pie, una sonrisa ante la cámara que llevo, sin temor pese a sus fachas y lenguaje. Los retrataba a cada movimiento, les agradaba, reían, yo reía, quería ser una amiga de verdad, no solo de un día.

Avenida La Marina y Universitaria. Las mañanas son de ellos, las tardes también lo son cuando resisten los insultos de personajes estirados ceñidos a un timón y ocultos tras los vidrios polarizados que les gritan “muertos de hambre”, sin saber que en realidad mueren de hambre por la escasez de dinero. Pero no de dignidad.

Renzo de 17, me habla diciéndo “señorita” a cada instante y con mucho respeto. ¿Me vas a hacer una entrevista?- dice tímidamente- Y mientras habla, su rostro queda en mi cámara que no le incomoda, que ni siquiera la siente. Esquivan los autos exponiendo sus cuerpos delgados y hábiles como jugando. Los gritos y el sonido de los cláxones no parecen meterse con ellos. Un céntimo más, un insulto más, un cambio de luz más. Están curtidos y saben defenderse. Les duele, pero ya pisaron fondo a su corta edad. “Señorita si sabes de alguna chambita mejor que esta, pásame la voz” – me pidió Renzo, mientras guardaba mi cámara. Lo miré sonriendo, y él repitió el gesto. Me entendió con al mirada, así que no habrá motivo de detallarlo.

¡Rojo! antes de irme, y este fue un rojo eterno.

1 comentario:

V a v o dijo...

hay un poema que termina diciendo: en lo que dura el rojo.